{Poemas gerascofóbicos} (2013)


Poema escrito con la zurda

La otra
que fue siempre
tan rígida
ya ni sirve.

Ya
no sabe redactar
tu nombre vivo.

La página, hoy locura. 


































La caja



La caja o no moverse.

La caja, o moverse como loco.

La caja moviéndose
en el espacio de la caja.

La caja: un hombre de rodillas,
mirándose las manos de caja.

Es salir de la caja,
encontrarse de nuevo en la caja.

La caja, o creer en la caja.

Creer en algo más allá de la caja.

La caja acaso más grande: pero aún caja.

La caja de oro.

La caja de carne.

La caja de espíritu.

La caja: y una uva envenenada.
















Los pellejos



Estos son los pellejos.
Los resbalantes.
Los viscosos.

Consíganme un machete.
Uno a uno, segarlos todos.




































No arden más los inciensos



No arden más los inciensos.

Las plegarias ascienden un poquito:
luego se desploman en el lodo. 

Las voces santas se rompen
contra los vasos tan sucios.

Miro a los que vienen, tan inspirados.
Dios mío, la decepción que les espera.
































Poema al hijo que no tendré



¿Eres tú, carne?

Es que apenas te veo, sin ojos.

Un hijo es lo que uno
en uno corta,
para que eso nazca.

Un hijo
como contraoferta:

será fuerte,
cavará una tumba,
para tales huesos.

Dime si eres tú, en efecto.

¿Vienes a reclamarme algo?
¿Es ésa tu mano, estrangulándome?























En la niebla me vacío



En lo pálido: diciembre.

Todo, en olvido, se abre.

Ni los fantasmas pueden verte. 




































Las guitarras negras



Ya no volveré a escuchar 
las guitarras negras, 

las aulladoras, lentas, negras, 
de nadie, guitarras negras.

Ustedes, negras guitarras,
seguirán desvelando 

a los que se arrastran
al incienso de la locura,

a los que ven salir líquidos
de todas las cosas. 

Yo en cambio no volveré 
jamás a escucharlas,

porque estoy sordo.






















Dijo adiós



Lo dijo, 

y para no morir,

empecé a vender
campanas 

en la banqueta.

Empecé a usar el azúcar
que dejaban los pájaros.

Era mía:

la que me esperaba
en lo alto de las escaleras.

Hasta que dijo 

–amanecida, ajena, retirada–

adiós

(y había esa calma en su voz).

Para no morir,

me uní a la espiral de las noches
de los cuerpos jóvenes.

Pero esos cuerpos jóvenes
me miraban con asco.

Ella dijo adiós.

Mi glándula querida,
mi paciente amiga,

había perdido ya la paciencia.

Y caminó desde adentro
hacia afuera, con elegancia.

Y nunca más la volví a ver, ni a tocar.

Y yo me puse a vender campanas.










¿Cómo dice, compadre Manrique?



Porque yo no entiendo nada.
Aquí el entendido es usted:
ubi sunt, etc.
Sé algo –es cierto– de ese instante
cuando el bebedor se vuelve,
tristemente, abstemio sin gloria.
Sé algo de los secretos
y los borborigmos que medran
a varones respetables
en reuniones decorosas.  
Sé que la poesía
se nos va del sistema,
escurre: sangre vieja de decapitado.
Sé de aquellas mujeres
que nos dijeron palabras como
“todo” o “mar”:
hoy Tontas Tediosas Gorgonas.
Sé que la ciudad no es ya mi ciudad
sino la ciudad de otros pálidos malditos.
Pobre de mí, pobre de mí.
Yo no entiendo nada.
Hágame el favor de avivarme el seso,
compadre Manrique.



















Páginas para soportar la espera



Escribí
por eso del mañana.

Escribí
para suavizar los bordes.

Por la sal, escribí.

Escribí tibiamente.

Y para soportar la espera.

Pero la espera ha terminado.





























Todas las pendejas metáforas



El poeta
persigue metáforas,
que corren, como pollos.
Cuando el poeta cae, de una angina,
ellas lo picotean, tiernamente.





































Chiquita Banana



He vivido toda mi vida en Chiquita Banana.

Mis heridas echaron raíces, en este lugar.

Tiempos mejores, que nunca vinieron.





































Las esquinas de las cosas



Conforme vayas envejeciendo
notarás –con más y más frecuencia–
que las esquinas de las cosas te están como viendo.

Cada vez que tosas,
cada vez que sientas un pequeño dolor en alguno
de tus órganos en escombros,
tendrás la definida sensación de que algo muy callado
te está levemente escrutando.

Nunca a lo largo de tu vida
te diste cuenta de ello,
nunca cuando bebías ginebra frente a hermosos abismos.

Pero ahora que sientes el peso blanco de tus huesos,
te sientes observado por mil ojos de pez.

Una presencia te observa al final de la cama,
roja y transparente, atestiguando tu polvo.























La clave



Otro día entrarás al
breve recinto del cajero automático,
y te darás (con horror) cuenta
que olvidaste tu clave,
que ese pequeño dato,
esa sílaba vital,
ya no forma parte
de tu entramado neurológico.

Vomitarás en el acto.

Luego, atribulado,
saldrás de nuevo a la calle,
solo para comprobar
que los edificios se vinieron todos
abajo, que las dimensiones
del tiempo y el espacio
ya no son las mismas,
que los seres han dejado
de ser humanos por completo.

El mundo, inasible y polisémico,
dejará de tener sentido,
y si acaso alguien grita tu nombre,
será inútil, pues ya no será tuyo.

















Un corazón violento



Llegado el momento,
me gustaría poder decir
que tuve un corazón violento,
que tuve una vida amoratada.

Que no hubo un solo día
en que mis alas no necesitasen
sutura y esparadrapo.

Que quebré muchos espejos,
y con los pedazos le quité los párpados
a los niños para que vieran lo obvio.

Que puse veneno
en cada una de mis largas lágrimas.

Y vino en mi veneno.

Que me fui caminando por la calle vacía,
y por la calle en multitud.

Que bebí de los aguaceros de la ciudad.

Que traje un escorpión a la mano de mi esposa.

Y que en mis valijas nunca hubo un hongo.

Que tuve siempre un corazón violento.

Pero nada, nada de eso es verdad.












El niño



El niño balbucea,
bajo el enorme ciprés.

Toca la tierra, vivo.

Procura levantarse; cae.

No sabe cómo transcribir
los sonidos,
el aura de los zopilotes volando,
la música de los autos a lo lejos,
la maleza intransferible.

Llora, inesperadamente.

Sus hijos le miran,
enternecidos.

























El frío de los mástiles



¿Puedes verlo ya, el frío de los mástiles?
¿Puedes sentir el ojo pulido
que te conoce por dentro?
¿Pues intuir esa paciencia primera
que siempre te estuvo esperando?

Las lenguas muertas, en la entrada de tu casa,
son un signo irrevocable.

Hay puñados de alambre en la boca de los niños.

Un sordomudo ha entrado por la ventana.

Despídete de tus amigos, de tus hijos,
apúrate: se precisa caminar.

Sobre todo no te escondas detrás de la pantalla del televisor.

El ángel dorado te ha visto; viene a darte sufrimiento.

Ponte de rodillas si quieres, pero es tan innecesario.

A veces, lo mejor es simplemente esperar.



















Los poetas



Los poetas
–y las referencias bibliográficas que los honraban–
ahora son espacios en blanco,
sus poemas han sido
apedreados por los niños de la maceración,

los poetas cuelgan ahorcados de las ramas
de un bonsái
metido en el clóset del cuarto de invitados,

los poetas van sin cáliz por las calles,
espantados por más nuevos poetas,
            más locos,
            más tiernos,
miran en los escaparates
objetos inefables,

los poetas, como iguanas en las grietas,

los poetas, que alguien visita y se arrepiente,

los poetas, sin huellas dactilares,
palpando las paredes del iglú,

los poetas, migas,
y un zanate comiendo.
















Una enorme pila de pequeños brazos



Yo también la vi, mi estimado Kurtz.
Yo quise el espacio y el cielo.
¡El cielo puro virgen de pájaros!
Pero en lugar de eso presencié
una enorme pila de pequeños brazos
(pero, ¿eran de hecho brazos?),
un engrudo de uñas,
pelo viejo amarrado a las larvas,
y el árbol de donde cuelgan los nervios
de los ojos de los enucleados,
y una falange de Cristos sin lengua,
en el camino seco, nunca un río. 






























Martes por la noche



La madre

[la madre nódulo,
la madre linfoma]

ha muerto,
hoy, ayer,
quizá anteayer.

La madre
pura, sin parafina,
viendo tiesa
el techo,
como si alguien
hubiese hecho un tag,
un stencil,
allá arriba.

Es tonto:
¿quién me invitará a comer,
el martes por la noche?





















Chucho de la calle



Traigo la vejez de las tiendas del centro de la ciudad,
allí donde los estudiantes abren fuego
contra las blandas estatuas.

Traigo la miseria carabela de los tiempos detenidos,
traigo los poemas olvidados.

Poco a poco, muerto a muerto,
he cruzado paredes de licor para tocar
eso cubierto de polvo.

Las bancas pulidas dejaron de existir, mientras miraba.

Si no tengo una mano, es porque se la di a un aborigen.

Son cristal oscuro las palabras que se fueron con la lluvia.


























Molares



Padre,
yo tenía las llaves de tus ojos,
pero preferí que te quedaras ciego.

No tengo el prestigio
de haberte visto morir.

Me han dado tus dientes
en una caja elegante.

Me los probé todos.

Ninguno me entra.





























Los zanates de plástico



No quiero sonar como un anciano,
pero hoy en día los zanates son todos de plástico,
y las aspas del ventilador tan diminutas
que ya ni provocan aire, o quitan la asfixia.

Hundo la mano en la tierra en búsqueda de una raíz,
y solo encuentro una moneda.

Amigos, los viejos vinos son piezas de museo.

Los clavos son objetos ininteligibles
para los niños ahora con alas.

No hay campos eriales, y los edificios,
en esta hora harapienta, son de sueño y nada más.



























Molares (II)



Padre:
ya nadie se acuerda,
pero usted era
un verdadero mierda.  

Usted
degollaba
gallos
en Acapulco,
cuando íbamos
de vacaciones.

Ahora está muerto,
o lo estará pronto.

Lo que me preocupa
es que ya no tendré
a nadie a quien echarle la culpa,
por ser igual a usted.























Los collares olvidados



Tuve la vida: la olvidé.

Los collares fueron
secuestrados por ángeles,
para ser llevados a un nuevo pan.

Lenta, la omisión
va llenando las rendijas,
lúcida: sin fin.

Si fui genio alguna vez,
de ello no ha quedado
sino la tenaz ceniza,
y el sentimiento
de que la gente se me queda
viendo un poco raro en la calle.


























Molares (III)



Un día llegaré a su tumba,
o su tumba llegará a mí,
da igual.

Cuando uno no visita
las tumbas,
las tumbas lo visitan a uno.

Toman
vuelos transatlánticos,
se quitan los zapatos
en los aeropuertos,
ponen llaves,
joyas, relojes, monedas,
carteras, bolígrafos,
en la cajita
sobre la cinta transportadora
de rayos x,
y tienen sentimientos
y esternón.

Toman un taxi.
Tocan el timbre.



















El ojo en el espejo



Ya no miras,
pero el ojo en el espejo
te mira siempre.

Por estar jugando,
no te diste cuenta
cómo ya se había abierto,
en la noche misteriosa.

Estabas demasiado ocupado
lavándote los dientes de oro,
cocinando
humanas lenguas
para extravagantes magnates,
rompiendo platos de jade
en fiestas fantásticas,
desollando carneros rojos,
cortando trajes de gala
hasta la madrugada,
o manoseando los pechos de sal
de tus cien esclavas.

Pues bien:
te sigue viendo. 

Tú ya no miras nada,
pero él te sigue viendo.















Molares (IV)



como esas mujeres
que se despiertan
en ciertas mañanas
y comprueban aterradas
que tienen
un bulto fáctico
en el seno palpado

algún día
sentiré horrorizado
que extraño a mi padre

será una diminuta nostalgia
como una ampolla
venida de ningún lado
un dedo súbito sobre la mesa
cortado limpiamente

advendrá el arrepentimiento
de no haberlo llamado por teléfono
de no haberle comprado a veces trigo

aquellos a quienes odiamos
prolijamente en vida

volverán

y estamos condenados
a perdonarlos













Un perfecto serote



Serás un serote.

Te mirarán todos con la ira
de quien pide muerte
y justicia.

Todos (ay, uno y el resto)
extenderán los brazos
para recoger las piedras
(si tan solo la primera
fuese la definitiva),
piedras que romperán
tus dos cabezas,
tus dos costillas,
tus dos corazones inútiles.

O simplemente
se quedarán en silencio,
y entre el silencio y tu silencio
y el silencio de las cosas,
se formará una joya
de vergüenza.

Serás un serote.
Alentarás el odio de los hombres.
Una joya de vergüenza.
















Martes por la noche (II)



Vendrá la tristeza,
tan hija del tiempo.

Preguntará sus cosas.

¿Por qué pusiste sangre sucia en el pan?
¿Por qué cercenaste las delicadas membranas
en el interior de la vasija de tu madre?

Ella recorrió con su lengua devota
la pequeña estructura de tu rostro,
regaló un seno para alimentar
a los lobos rapaces de tu noche.

Siempre supo que eras un charlatán,
un maldito arrogante,
y veía cómo la tratabas
como algo inferior,
pero de tu desdén infinito nunca dijo nada.

Te escuchaba hablar de lo que no sabías.





















Sesenta mil mujerzuelas



¿Qué harás cuando seas viejo,
y tengas la nostalgia
de las sesenta mil mujerzuelas?

¿Cuándo te des cuenta
que no cogiste lo suficiente?

Quede tu mente en blanco.


































El cáncer de Claudia



Y la pregunta es:

¿quién cuidará de mi cáncer,
cuando a ella misma le de cáncer?

Si se da eso de que una nave espacial
le caiga por accidente,

¿quién me va a hacer el almuerzo?

Una pregunta capital.

Lo feo es saber que ella
tiene también ese característica repugnante,
ese defecto de carácter, que es morirse.

Todos sus gestos,
como los míos,
están hechos viscosamente de acaso.

Se lo voy ir a comentar.

Si quiere seguir conmigo,
deberá hacer algo al respecto, pienso yo.  


















Fractales



De un ovario transparente
surgieron los oleajes, las cosas contiguas:
lo tan distinto.

La vida es una sien golpeada
por la espuma del dolor,
una lluvia de labios en morado.

¿Quién no ha visto los fractales,
bellos, crueles, descoyuntando la esperanza?

¿Quién no ha sido el niño hundido en la arena,
quién no el persistente erosionado?

Este sabor de sangre
no es otra cosa que la ausencia final
de cualquier elevación.

Ahora y ayer, has visto a tu hermano,
levitando, rascarse, otra vez rascarse.

Has nacido en el mundo de la leche.
Tú no puedes no beber el vino de las cosas.
No puedes no consumir este instante
que te encuadra y te define.

Ahora y mañana, la lluvia multiplica
los charcos, en la calle, oxidándose.














Ya no podrás postrarte



Llegará ese día
cuando ya no podrás postrarte,
ya no podrás usar tus alas para espantar
las cucarachas,
ya no podrás mostrarle
un poco de puto respeto a la vida,
ni cargar la caja de muerto
de tus amigos ya idos,
no podrás hacer castillos
de cristal, ni de naipes,
por ese temblor loco en tus manos,
y porque estarás en ese preciso
momento rompiéndote
la cadera, por segunda vez.




























Mi libro de polvo



Hijos míos,
he decidido heredarles mi posesión
más valiosa: mi libro de polvo.

Mi obra de alas de polilla, pues. 

Allí descubrirán los secretos
de no saber nada, entre espinas.

Aprenderán a aburrirse
viendo largos huesos hechos de espejo.

Se convertirán expertos
en los procesos de la carne.

Cuídenlo bien; malgasten su vida.


























Ahora ella



Ahora ella ya no es:
relámpago, danza, sal, sed.
Ya no es.
Es la infinita y es la muerta.
La durísima transparencia.
La forma lenta de yo extrañarla.




































Los Amos Jóvenes



los pájaros vendrán a reclamar
tus ojos blancos

gorgojos salvajes
borrarán tus dientes

un octaedro oxidado
brotará en tu mejilla

pequeñas larvas
en tus labios

evitarás la luz de los postes rojos

evitarás los márgenes del espejo

comerás lenguas negras

lejos siempre

de la mirada de los Amos Jóvenes





















Silencio y distancia del señor Cavafis



¿Por qué ya no me ve Vd.
como solía hacerlo,
señor Cavafis?

¿Por qué ya no bebe de mi botella
con dedo y anillo?

Si antes le parecía tan divertido, tan divertido.

El mar nuestro nos daba
lagartijas de sal lentísima. 

Los sujetos en los bares
nos miraban con envidia.

Instalaba usted un poema
en el jarrón de las propinas.

Su risa era locura,
pánico de perderme.

Su risa era angustia,
no me dejes nunca solo.

A la sombra de los edificios,
hacíamos el amor, con pericia y técnica.

Pero ahora se retira Vd.
de esta lluvia, sin voltear.

¿Por qué ya no me ve Vd.
como solía hacerlo, señor Cavafis?










Querido imbécil Dios



Ya estoy más que harto
de vivir como mono
en esta ramazón dendrítica,
con un miedo maldito a que alguien
venga a prenderle fuego al universo.
Ya estoy cansado
de que las ciudades blancas
vengan y devoren a mis blancos hijos
desnudos.
Soy una criatura razonable,
pero a estas alturas
estoy poniendo seriamente
en duda su habilidad divina
de administrar el mundo fenoménico,
con sus océanos de arrugas,
sus ganglios cancerados,
sus lluvias atómicas,
sus tanques bicéfalos.
Los hombres y las mujeres estamos cansados.
Los hombres y las mujeres y los animales
y las joyas estamos cansados.
El trigo está más que cansado.




















Un hombre a la mitad cortado



Un hombre a la mitad cortado
cae extenuado al pie de la campana.

Recuerda cuando entraba
a la cantina y le miraban
con temor y suficiente respeto.

Las mujeres le rendían
todas esas clámides en la noche.

Pueblos y bestias dormían a sus pies.

Ahora comprende horrorizado
que el pecado o la virtud no interesan al Vacío.

Y algo ya le está subiendo por la mano.


























Atar y desatar



Uno ha atado y desatado,
uno ha establecido cosas
fisiológicas y celestes,
corporales y numinosas.
Fue, acaso, la sola manera
de conseguir que la mazorca
estuviese siempre presente,
que las músicas funcionasen.
Perdón sin falta por los frankesteins,
por las aberraciones kármicas,
pero resulta que aquí abajo nos estábamos
muriendo de hambre, de soledad,
de frío, y nadie nos enseñó a hacer
las cosas correctamente. 




























Perder la vista



Perdiste la vista,
y la perderé yo.

El canto del temblar
ya te está acosando.

¡Tú, que desnudaste
cincuenta vírgenes
y les prendiste fuego
con aquella tea gloriosa!

Que viajaste a riberas
orientales, en medio
de plagas malditas.

Así vomitas,
sin poder ya moverte.

Pides un yunque,
pero es tarde para tales
extravagancias:
tus copas agrietadas
están a medio enterrar.

Mejor duerme, hermano,
y no te preocupes por mí,
que yo también me estoy
quedando medio dormido. 














Cabecitas de algodón



Un millón de ancianos
arrastrándose
en los caminos,
con sus viejas fotografías,
sus cilicios,
sus sueños rotos,
sus nuncamáses,
sus pájaros disecados,
sus raíces en acumulación,
sus tumores neoplásicos,
sus almendras obscuras,
sus lenguas resecas,
viejos, viejos, en llamas,
sobre todo tan viejos…




























Papapaco se está muriendo



Agoniza en una cama,
más o menos amarilla.

Y su loro también.






































La verdadera enfermedad



La verdadera enfermedad
es el miedo a enfermarse,
el miedo a ver las pedrerías
desgastarse por el fuego
pálido y ajeno del tiempo.

Los leones nunca enferman,
aún cuando están siendo
devorados por la Rata.

































El ángel sin no



El ángel sin no
ya viene a recolectarte.

Como algo descalzo
se desplaza en su noche.

Es uno solo,
pero es, de pronto,
setenta mil.

No sabe decir no,
no sabe dudar,
viene a recogerte,
a envolverte, en espejos de miel.

No es bueno, santo, puro.

Es el ángel sin no, ojo
en la noche, lucidez
sin substancia, oh, claridad.

No tiene sentido suplicarle,
porque no puede
negarse a sí mismo,
y su misión irrevocable
es robar tu última mirada.
















Nadie te lee



Cuando eres un anciano
nadie te lee.

Nadie opta por saber
algo de la técnica
que usas para filtrar
luz en las frases.

Poemas con cuáles
desafiaste el cáncer.

A esos poemas
diste tu sangre.

A esos poemas,
en las calles desoladas.

Poemas de guerra,
ya sin ninguno.























Cinco mil versos de luz triste

“And it´s Time Time Time”
Tom Waits

Locos, lentos de serlo,
solo por brillar así
nos abríamos la piel
con cualquier cuchillo. 

Fuera mejor vomitar
mil veces hasta el amanecer
que decirle adiós
a los cinco mil versos de luz
triste que inventamos los dos
bailando al sonido de las rocolas.

¿En dónde quedaron
aquellas noches por cuyos agujeros
pasaba la miel oh tan dulce?

¿Por qué te prendiste fuego,
si ya todas las guerras eran de los otros?























Gerascofobia



Del costado
lo blanco.

Orina
en las sábanas.

Hueso
las laptops.


































Personajes ejemplares



Conocí a todos esos personajes ejemplares,
y ahora ya no puedo ni recordar sus nombres.

Genios, extravagantes, imprescindibles,
hombres y mujeres del mar.

Avatares, infinitos, santos y locos, llamas.

A ninguno veo. Sus palabras quedaron sin sitio.

Fue inútil gastar tanta energía en leer tantos libros,
y coleccionar todas esas experiencias,
beber la leche lloviznada de los edenes,
y salir al encuentro de tantos personajes ejemplares.

Ya nada queda, sino la nada que sostiene
los desiertos y los bares.

























Me salieron cuchillitos en las uñas



Me salieron cuchillitos en las uñas.
Te engañas si piensas que no te odio,
que busco la paz de las migas y palomas.
Mi animadversión hacia las cosas
de este mundo es inextinguible.
La única razón por la cual ya no uso
el martillo contra el martillo,
es porque el pan me está atacando.
No; no me ayudes; me arrastraré
por mi cuenta, muchas gracias.
Mírame bien, mírame. En lo que soy
te convertirás. En recordártelo obtengo
un último placer. Me salieron cuchillitos
en las uñas porque en el fondo
sé que no me he ganado cada una
de estas miserables arrugas,
que este rostro no es mío, sino del tiempo.

























Perder a Claudia



No quiero dar esta espiga
–en la noche, tan pequeña–
a la carne negrísima.

No quiero que se quiebre,
contra el mal vidrio.

No soporto la idea
de que no vuelva a abrazarme,
mientras muere.
































La iluminación era un mito



Un puto mito.
Medité durante treinta mil horas,
exactamente.
Y lo único que ocurrió
fue que desperté.





































Ocote



Denme el ocote, hijos de puta.
Déjenme salir.








































Maíz negro



Duermo sobre costales de maíz negro.

Duermo sobre bestias macheteadas. 

Sobre cuerpos de granizo, yo duermo.





































A gritos tu nombre

Dios creó la sangre
dotándola de voluntad:
ahora la sangre pide
a gritos tu nombre.

Una cosa me retiene,
y es tu nombre.

Eres tú a fuerza
de yo nombrarte,
y si desaparezco
desaparece tu signo,
y por tanto tu fuerza,
tu razón de residir.  

No puedo culminar,
no puedo entregarme al estío,
porque el azúcar de tu nombre
me intercepta, me obstaculiza.

Tal es mi destino.
Soy el guardián
de tu nombre,
ahora que ya no vives.

Si me voy,
nadie sabrá decirlo y pronunciarlo,
como Dios manda.
















Blanca persistencia de la sangre



La sangre es lo último que se va.
La sangre tiene espíritu minero.
Busca peces, en la sangre.
La sangre nunca regresa,
siempre a todos nos da la espalda.
La sangre espera en el zaguán.
Si tan solo pudiéramos decirle
a la sangre no más, y que muera.
Pero la sangre solo sabe seguir.
Esta blanca persistencia de la sangre
me mantiene atado a estos aparatos,
a esta lluvia pequeña, de gota a gota.
Es la sangre quien tiene, siempre,
la última, la más blanca palabra.




























Tortilla tiesa



Lo duro,
que entristece.

Un espejo,
tirado,
en el cuarto.

Le he dicho a los caracoles
que partan.

Los edificios
sueltan sus últimos pájaros.











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La panza abierta de algo by Maurice Echeverría is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.